Francisco López Porcal. EPDA La mudanza de
una casa, las obras puntuales para mejorar la distribución hogareña, o el
simple arreglo de armarios y cajones han supuesto reencontrarse con papeles,
fotografías, libros, prendas de vestir o diversos cachivaches que dormían
plácidamente en el rincón del olvido. Hallarlos de nuevo activa el inventario humano
de la memoria que nos conduce al pasado en una inevitable nostalgia, porque
todos ellos quedan impregnados de nuestras vivencias a pesar de que el tiempo
los haya erosionado.
Quizá las fotografías
sean el ejemplo más patente de esa memoria íntima que vive en el interior de
las casas, en el altillo de un armario, ocultas con toda probabilidad en la
oscuridad del cajón de una antigua cómoda. Escenas en blanco y negro, de una
tenue pigmentación o simplemente descoloridas, vestigios de una estética pasada
incrustada en unas formas de vida y unos paisajes perdidos, solo latentes en un
trozo de papel en unos casos rígido, acartonado en otros. Al abrir una caja del
desván, siento el silbido de una locomotora capitaneando unos vagones
perfectamente conservados, iconos de ilusiones infantiles en interminables tardes
de domingo. Miro la hora en un reloj de pared heredado que no funciona,
inmóvil, metáfora del ayer en el presente de la vida diaria. Al volver al salón
fijo la vista en los anaqueles de la boiserie, en el gentil obsequio de un
pariente, unos libros de su biblioteca, también la enciclopedia de bachiller hoy
desfasada pero apta para ser curioseada, libros de nuestros ancestros que nos
invitan a revisar los conocimientos impartidos en un tiempo remoto, y que
sorprendentemente son bastante menos superficiales que algunos de texto
actuales. Junto a los paneles, una radio antigua de madera con sus ruedecillas
para sintonizar el dial elegido. Artilugio que captaba la atención de aquellos
ojos infantiles deseosos de ver, sin ver, los mundos que escuchaban y concedían
precisión plástica a unas voces, a unos objetos y a unos lugares camuflados
tras el mágico entelado que cubrían los altavoces. A su lado, una silenciosa máquina
de coser que evidencia la escasa habilidad actual para enfrentarse a simples
composturas. En la vitrina, unos vasos de cristal de líneas abombadas y filo de
oro, y unas tazas de una porcelana de graciosos motivos decorativos casi
centenarias en cuyo poso, como asomados a un pozo estrecho de aguas
temblorosas, podemos evocar aquellas lejanas sobremesas familiares, festivas,
entrañables, nada exigentes, porque lo esencial era tan simple como sentarse a
la mesa y compartir.
En el fondo,
todos tenemos algo de anticuarios, no solo en el sentido de coleccionar objetos
antiguos, sino de concederles el rescate del olvido con el fin, quien sabe, de
dotarlos de una nueva dimensión en un espacio y un tiempo de mestizaje
intercultural más allá de la historia que vivieron en su día. Pues como como
manifiesta el escritor y teórico literario Javier del Prado Biezma, “la
intertextualidad a partir de los fragmentos puede crear una armonía que permite
distinguir y apreciar las diferentes procedencias o quedarse simplemente en
yuxtaposición”. En este sentido, una sencilla percha o una antigua estantería
olvidadas en el desván pueden cobrar nueva vida al ser integrada en un conjunto
decorativo donde gocen de una concordia insospechada entre otros elementos
actuales, adoptando una pátina que los ennoblece e incluso los convierte en
venerables.
Tal vez la
melancolía, gran aliada de los otoños, se encuentre detrás de estas reflexiones
que llegan sin aviso al abrir un cajón o un baúl. Como un frasco de esencias,
un vaho inconfundible de sentimientos y experiencias acumuladas escapan en la
oscuridad de su prisión, lejos de la luminosidad estival en cuyo tiempo
hubiéramos sido incapaces de husmear en nuestro pasado porque se goza del
presente y del instante fugaz y feliz. Es posible que Umbral tuviera razón al
afirmar en Mortal y rosa que el verano es el único trasunto posible del
paraíso perdido porque la duración de sus días es como un amago de eternidad
que nos glorifica un poco.
Ahora, cuando el
estío se nos ha escapado, caemos en la fácil tentación de la introspección
motivada por la falta de luz que acorta los días a la intemperie. Cuando
redacto estas letras tengo el dálmata a mis pies, vigilante, tranquilo por
tener alguien a su lado en mutua compañía. En un movimiento cíclico se levanta
y se sacude. Permanece sentado observándome, pero su mirada es incapaz de
captar la memoria que guarda esta casa que como las muñecas matrioskas encierra
la suma de las vivencias de otras anteriores, retazos sedimentados de nuestras
huellas, quizá un mensaje cifrado de nuestra existencia. Basta un repaso a ese
inventario en clave para conocer qué ha sido de nosotros y dónde nos
encontramos, porque el futuro quizá nos depare, como a los objetos que
guardamos, una sorprendente ucronía, o lo que es lo mismo, qué podía haber sido
de nuestros sueños y no ha sido.
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