Teresa Ortiz La pandemia de la COVID-19 ha dejado a la humanidad un irreparable impacto en forma de vidas arrebatadas y personas que han sufrido la enfermedad, así como un gran dolor por la pérdida de seres queridos. A estos efectos, se le tienen que sumar la crisis económica y social que está afectando a las personas, economías y sociedades de todo el mundo. Toda esta crisis de factores tiene un impacto asimétrico en función de la situación estructural de partida que cada sociedad presenta. Por poner un ejemplo, no es lo mismo la afectación total que pueda acabar teniendo la sociedad noruega, económicamente fuerte y con coberturas sociales arraigadas desde muchas décadas, que la sociedad venezolana.
En el plano diario, junto con el sentir humano y las consecuencias económicas y sociales comentadas, la pandemia también ha supuesto un punto de inflexión en nuestras vidas, que inicialmente nos ha limitado la movilidad, cambiado nuestras formas de consumo y limitado muchas de las libertades que diariamente disfrutábamos. Una de esas limitaciones, claramente ha sido la posibilidad de desplazarnos por trabajo o por turismo por todos los rincones del planeta, o incluso, a nivel de ocio y tiempo libre, por nuestro propio territorio.
Antes de la pandemia, tras los sectores químico y petrolífero, el sector turístico ocupaba el tercer sector mundial en cifra de negocio, como así refrendaba, año tras año, informes como el de la World Tourism Organization (UNWTO). Una de cada diez personas ocupadas en el mundo lo estaba en el sector turístico. Cada año, se desplazaban por el mundo entre 1.300 y 1.500 millones de personas. El auge exponencial del turismo, ocurrido en las últimas cinco décadas, ha sufrido un impacto sin paliativos, afectando en mayor medida a su componente internacional y al tráfico aéreo, que suponía antes de la crisis casi el 60% de los desplazamientos turísticos.
La globalización nos había permitido poder viajar por precios económicos a otros lugares del planeta. Todo esta estructura y paradigma ha cambiado, por ahora de manera provisional, pero con visos de que acabe teniendo muchas consecuencias definitivas, debido a la asimetría de la incidencia sanitaria de la pandemia en cada país y la no homogeneidad de las medidas preventivas de cada nación, que hace que las olas de la enfermedad no coincidan en incidencia, duración y recuperación. La aparición de nuevas cepas no ayuda a tener el control de la situación. También, todos estos cambios van a darse en la percepción personal de seguridad, que, a partir de ahora, cada persona vaya a tener para ella y para su familia, y que obviamente condicionará muchas cosas a la hora de planificarse la vida y el ocio.
En la era pre-pandemia España llegó a ser, tras Francia, el segundo destino mundial, con 84 millones de visitantes en 2019, dejando en las arcas de nuestro país una cifra cercana a 60.000 millones de euros cada año, lo que suponía el sector con mayor contribución al PIB y un porcentaje del 12% de la ocupación total del país. La mayoría de los europeos han tenido que esperar a las vacaciones o a la jubilación para poder disfrutar de paraíso que nosotros disfrutamos todos los días con un clima cálido y un entorno privilegiado, tal como el que se disfruta en nuestro país.
Esta paralización de la actividad turística ha provocado una situación de paralización de nuestro principal motor económico, trayendo a España una crisis económica de primer nivel. Mientras, en destinos como Benidorm las calles parecen desérticas, acostumbradas a las aglomeraciones y la mayoría de los hoteles están cerrados. El panorama parece desolador, pues no nos olvidemos que detrás de cada negocio cerrado hay familias desempleadas que no pueden llegar a final de mes, préstamos pendientes y una actividad económica propia impulsora y dinamizadora de la economía de otras personas y entidades en una cadena, que cuando funciona, proporciona progreso y bienestar, pero que, cuando se rompe, es costoso en repercusiones y en tiempo volver a ponerla en marcha.
Todo esto nos lleva a dos cuestiones básicas que tenemos que plantearnos. La primera, si en España deberíamos basar como hasta ahora una gran parte de la economía en el sector terciario o deberíamos empezar a especializarnos en otros sectores que nos permitieran mantener una mayor estabilidad en nuestra economía. Y la otra pregunta fundamental es cómo recuperar un sector turístico paralizado por las medidas sanitarias y cómo conseguir complementar, diversificar y diferenciar la oferta turística estrella española, que hasta la fecha era un turismo preferentemente de costa, relativamente estacional y con unas ratios de rentabilidad individual, que en muchas ocasiones rozaban el concepto del low cost según lugar.
España no solo ha gozado de un buen rendimiento histórico en el turismo de sol y playa, sino que presenta nichos muy interesantes para apostar por políticas impulsoras del turismo cultural, urbano, medioambiental, sanitario, de congresos, convenciones o ferias. España, hasta la fecha, no ha llegado a la especialización de otros países en cuestiones de turismo sanitario como Turquía o en turismo cultural como Italia o Egipto, pero, ante toda crisis, hay que pensar en nuevas oportunidades. Los fondos de recuperación europea, la puesta en marcha de potentes clusters sectoriales y la colaboración público-privada son herramientas clave en este proceso. Dejar pasar la oportunidad de mejorar lo que ya existía, puede dejar a nuestro país en una situación muy comprometida en términos económicos en un futuro a medio plazo. En pos de este objetivo, los gobiernos centrales y territoriales tienen que ser un motor y no un muro o un lastre, como históricamente han sido. Aprovechemos las nuevas oportunidades o lo lamentaremos.
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