Carlos Gil. Se ha cumplido esta semana un año desde las elecciones locales de 2019 que conformaron nuevos ayuntamientos. Nadie podía esperar, en aquella noche electoral, el reto a que nos íbamos a enfrentar, alcaldes y concejales, apenas unos meses después.
Los Ayuntamientos, acostumbrados a atender a nuestros vecinos en todas sus necesidades cotidianas, han tenido que hacer, en esta primera parte de 2020, un sobreesfuerzo improvisado para estar a la altura de aquello que la situación nos ha demandado.
Pero esto no acaba aquí. Es más, yo diría que hemos pasado la parte aguda, pero se nos va a quedar la enfermedad crónica de este país, que no es la COVID sino una situación económica altamente complicada.
Esta semana, todos los alcaldes del Camp de Morvedre anunciábamos, de manera conjunta, la suspensión de fiestas, la no apertura de piscinas y la cancelación de las "escoletes d'estiu". Junto a esto se caen, por supuesto, todos los eventos que, verano a verano, llenan nuestros pueblos de acontecimientos relacionados con el deporte, la cultura o el arte. Y, con eso, desaparecen las visitas y los ingresos que, año a año, equilibran el balance del sector hostelero y de ocio, puntal en la creación de empleo, aunque sea estacional, y en el pequeño comercio de nuestros pueblos.
Si lo que hemos vivido hasta ahora nos parece difícil, lo que queda por venir se nos puede atragantar si no lo cogemos a tiempo. Las crisis económicas se montan "en un fin de semana malo", pero luego hay que ver quien corta el nudo gordiano que supone volver a reactivar cada uno de los sectores cuando el efecto dominó arrastra al conjunto de la economía.
Si juntamos el histórico problema de financiación con las limitaciones competenciales y el "café para todos" que supone la legislación de régimen local, la solución es compleja. Si "pequeños" y "grandes" debemos atender problemas similares desde realidades bien distintas, precisamos que alguien, quien sea, catalice esas diferencias y nos sitúe en un punto de partida homogéneo.
La brecha entre administración autonómica y administración local se ha ido agrandado con el tiempo y se antoja ya insalvable. Son mundos distintos: uno que no esconde sus ansias de considerarse "mini-estados" frente a otro que se enfrenta, a diario, a los problemas que los vecinos entienden que deben resolver acudiendo a su administración de referencia.
La crisis del coronavirus ha puesto en evidencia lo mejor y lo peor de cada uno, las virtudes y los defectos de distintos escalones administrativos y de la convergencia al principio de subsidiariedad que muestran en su quehacer diario. Sería muy positivo aprovechar esta experiencia para generar propuestas de mejora. Quizá, el papel desarrollado durante la pandemia, en un escenario que había que improvisar cada día, sin información y sin recursos, puede reivindicar la importancia de la Administración Local en el actual escenario social. Si no, podemos seguir como hasta ahora: siendo el hermano pequeño, que recibe todos los golpes y del que todo el mundo habla bien, pero nadie toma en consideración.
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